lunes, 27 de diciembre de 2010

A cien metros

Siempre la veía pasar por mi ventana, mientras mi aliento insaciable se manifestaba en el cristal. Todas las frías mañanas de invierno, comenzaba su adorada rutina; y yo, empezaba la mía. Adoraba verla un día tras otro, era fascinante observar como nunca se cansaba de su ritual matutino. Siempre tan puntual y tan alegre. Mientras intentaba limpiar el cristal empañado, me preguntaba qué le haría tan feliz. Más de una mañana, creí ver cómo sus pies no tocaban el suelo, tan llenos de alegría ansiosas de libertad, a lo que respondí frotándome los ojos fervientemente; no sabéis lo feliz que me encontraba mirándola. Aún recuerdo sus cabellos dorados, finos y callados, cayendo sobre sus hombros; sus ojos, verdes, o quizás azules, de un color clarísimo, yo mismo lograba verlos tras el cristal; sus manos, insinuando debajo de unos cálidos guantes grisáceos; y sus piernas, cómo parecían anhelar abrir sus alas y volar lejos.

Tenía doce años entonces, y ella también. No sabía a dónde iba, sólo que salía de una cómoda casa a diez metros de la mía, todo recto. Acabo de cumplir los dieciocho, y su imagen vuelve a abordarme pillándome sin defensas; incluso noto algunas lágrimas resentidas entre mis cansados párpados. A los quince años y algunos meses, pensé en bajar las escaleras y, por fin, preguntarle su nombre, un nombre que había idealizado como precioso, único y bello. Pero ella no volvió a pasar delante de mi ventana, lo que abrió mi curioso apetito más aún, comencé a temer por su ausencia tan repentina. Uno, dos, tres, quince y treinta días pasaron, y no volví a ver aquellos ojos que tanto añoraba encontrarme. Aún no sé, dónde está, quién era, ni a quién quería ni qué adoraba hacer... No sé hacia donde se dirigía cada mañana, nevada o soleada, lluviosa o despejada... 

Hoy creo que debo volver a buscarla. Han pasado muchos años, pero algo en mí grita, apoyándome, y asegurándome que no me arrepentiré.

martes, 21 de diciembre de 2010

El baúl polvoriento

A veces siento que no quiero escapar de este bucle de continua euforia y felicidad. Me siento tan a gusto que, creo, podría vivir eternamente junto al limbo. Todo parece poder cumplirse, todo parece estar más cerca de lo que parece, todo parece sonreír; incluso esas viejas hojas que caen hondeando con el viento, que ya han cumplido su deber otro año más. Creo, que esta vez, sí que podría atrapar para ti una de esas estrellas que tanto te gustan. Sueñas con tenerlas al alcance de tu mano, moldearlas a tu gusto y poder admirarlas cada mañana junto a tus libros preferidos. Suena mágico y único, tal y como eres tú. Me encanta cuando juntos inventamos mundos paralelos, donde ni las golondrinas pagan alquiler y donde todos podemos vivir en paz. Cuando estamos juntos, siempre he deseado poder sacarle una foto a cada momento, sin posar, simplemente naturales, y guardarlas todas en el baúl de mi memoria, donde estarán bajo llave durante toda la eternidad.
- Siempre te tengo a mi lado, prefiero tu olor actual al de una antigua foto.
- Quizás llegues a olvidarme, no soy infalible ni eterno -dijiste tímidamente, escondido bajo el gorro-.
- Jamás podré olvidar esta parte de mi vida. Prometo no abrir jamás el baúl de mi memoria.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Algodones de nubes

Querida Irene:

Siempre supe que acabaría pasando, y aún así no temía por mí. Continuaba intentando sacarte una sonrisa de esos llantos que pedían salir a gritos de aquella soledad. Te sentías sola, y yo no llenaba ese vacío. Es, simplemente, increíble cómo pueden doler en el interior estas cosas y cómo mi corazón se encontraba confuso, desorbitado, angustiado. Sólo quería continuar agarrando tu espalda para que no pudieras marcharte, o callarte la boca con besos furtivos, todo excepto oírte decir aquellas palabras como puñaladas. No pudiste aguantar más, y yo fui la almohada sobre la que lloraste.

Sonreía mientras me hablabas de tus sentimientos, aquellos que llevabas meses alojando en un resquicio de tu alma, intentando callarlos. Tus lágrimas difuminaban esa línea negra que iluminaba tus ojos claros. Mi vida se rompió, cual muñeco de papel en manos de un niño inocente; mis ojos, lloraban en silencio, no querían aumentar tu dolor. Pero cuando cruzaste la puerta de salida, no volviste a entrar. Aunque te esperé por años, por si habías olvidado el camino, en el mismo parque y a la misma hora. Nunca te dignaste a volver. Nevó, llovió... Truenos, relámpagos, sol, luna... Siempre me encontraba allí, intentando recuperar los recuerdos que habían volado junto a ti. Me amarraba a ellos, como el niño que ve sus globos de feria volar hasta las nubes.

Recuerdo que me dijiste amar esas nubes; querías recogerlas todas, una por una, y preparar un rico algodón de azúcar. Sería la mejor delicia de todas. Aquella dulzura que desprendías, aquella alegría y viveza que me prestabas... Te lo llevaste contigo todo, sin más. Todo lo que me quedan son recuerdos dolorosos que, aunque quisiera olvidarlos, son la única razón de mi felicidad. Vivo en el pasado, un pasado contigo.

Como siempre, te mando esta carta, añorando respuestas. Algunas las quemo, otras consiguen llegar a tus manos, y otras quedan en algún rincón de mi desgastado escritorio. hay una parte de ti esparcida por toda la casa. No logro apartarte de mí.

Para tí, mi vida. Gabriel.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Primero de diciembre

Hoy me hubiera gustado reunirme como cada primero de diciembre a celebrar otro año que logró acabar, o tirarte de las orejas ochenta veces por cada año, como hacía de niña, sé que te hacía sonreír. Reuniones simples, sin más compañía que unos pastelitos domingueros y unas latas de refresco que nunca acababan. Con el simple hecho de que estuviéramos todos juntos te bastaba, ver como, a pesar del desgaste de los años, la familia permanecía viva.

Pero este año ya no estás a la vuelta de la esquina, como todas las anteriores navidades, veranos, otoños y primaveras, y te echo de menos. Espero que mientras vivieras recordaras cada cumpleaños que juntos celebramos unidos y felices, y con sonrisas al rememorar tales tiempos. Quizás llegaste a ver unas lágrimas que asomaban y se precipitaban al vacío en aquellos rostros tan familiares, atravesando los muros llenos de angustia y desolación de aquel hospital.

Pero lo que recuerdo más vivamente son aquellos en los que me recibías en tu casa cuando te decía que había huido de casa, con esa cara tan inmadura aún, o cuando me pasabas chocolate por debajo de la mesa para que mis padre no me riñeran. Por todo lo que has sido para mí, te doy las gracias y te recuerdo siempre.

Si me ves desde algún sitio, escríbeme una carta. No necesito remitente, sólo saber que estás conmigo.