jueves, 4 de octubre de 2012

En ocasiones, se dejaba entrever

No todo el mundo es capaz de verla. En ocasiones, se deja entrever entre las tantas corazas que ha compuesto a lo largo de los años, tejidas con los sentimientos que quería ocultar, las emociones que quería esconder en algún recóndito rincón de su sonrisa, donde no tuvieran oportunidad de huir. Sin embargo, esta excepcional ocasión sólo cabía existir cuando Ella, la chica a la que nadie echaría de menos, lograra confiar, ser capaz de depositar su vida en las manos de otra persona y no temer. No, ella nunca podría. No era capaz. Era débil. Todos miraban a través de ella cual espejo en el cual se vieran reflejados ellos mismos, sin importarles quien aguardaba detrás. Nadie parecía querer perder su preciado tiempo, protegerla, enseñar a Ella a creer.

Ella no sabía que Él aguardaba, paciente. Él sí que podía verla, observar sus pupilas temerosas de ver el Sol, vislumbradas entre los párpados, esas manos frágiles, livianas, que podrían obrar milagros, ese cabello rojizo manchado por las pinceladas de la luz. O esa nariz, diminuta donde las haya, sutil en cuanto a cada suspiro. O esos pómulos remarcados por la soledad, que apreciaba desmayados. O esa voz melodiosa, que rompía la monotonía. O esa boca, dónde Él adoraba perderse cada mañana que conseguía advertirla entre el aroma del café, cual columpio que le transportara a tocar el cielo con las manos, ávidos de sentir otros labios cerca, de derretirse en la pasión, de sentir el calor, sedientos. Él fantaseaba con tocar esas manos, que Ella sintiera que jamás volvería a sentirse vacía en este mundo colosal, alcanzar el premio de una de esas sonrisas de leyenda, que dicen poder desarmar al más frío de los corazones.

Ella no sabía de la existencia de Él. Él había esperado demasiado tiempo. Ella no quería saber nada del amor. Él quería enseñarle el significado. Ella olvidó sonreír. Él, como respirar sin Ella.

Pero un día, Ella no volvió.

miércoles, 20 de junio de 2012

La niña que no sabe andar.

Un día de esos para almacenar y no volver a rememorar. Sentimientos de soledad, que no hacen más que aumentar con cada paso que da el sol hacia el ocaso. No poder esconder ese miedo, ni ganas de ello. Nadie responde a tus llamadas, no sabes hacia donde andar, o si quedarte donde estás. Duele. Sólo queda vagabundear sin un objetivo que guíe esos pasos cansados, sólo quedan lamentos. Mire a donde mire no veo a nadie conmigo. Y, esta vez, también temo por que algún día te canses de esta niña de dieciocho años que aún no sabe andar sin alguien que le guíe. Todo parece caerse, derrumbarse hacia mí. Como si de una conspiración se tratase. Temo que mi razón de ser, no quiera serlo más. ¿Qué me quedaría entonces? ¿Unas tardes vacías sin que apareciera él, con su sonrisa al verme, tan crucial, tan esencial? No. Sin saber porqué, ruego que no te olvides de mí, aunque nos separen océanos o tantos kilómetros que no pueda concebirlos.

No gano nada escribiendo, ni siquiera que alguien deslice sus ojos por estas líneas hasta el final. Sólo sé que necesitaba gritar, aunque como una muda. Sinceramente, sólo quiero que las sábanas me cubran, que todo se vuelva negro y abandonar todo pensamiento. Un día de los infinitos, que nunca acaban, que pretenden martirizarte hasta el cansancio. Al menos, Hoy ha acabado.

sábado, 31 de marzo de 2012

Pasad. Bienvenidos.

Copos. Ligeros copos comienzan a caer ávidos desde un cielo cegado por el gris. Copos blanquecinos; copos congregados en cada tejado, en cada escalón, en cada banco desolado. Tal blancura es sólo interrumpida por los tímidos pasos de una temeraria pareja, dejando huella tras huella su camino implícito en la nevada. Nuevos copos cubrirán ese camino, como si jamás hubieran existido. Y nuevos pasos romperán esa serenidad.

Sólo soy una audiencia alejada de aquel frío blanco. Me dedico a inspirar historias en estos mis amigos, los copos de nieve. Cuántas historias no han sido descubiertas a tiempo porque la nieve se las ha llevado antes. Ángeles cincelados en la nieve, muñecos que parecen querer hablar; copos con los que los niños deseaban levantarse. Los copos siguen cayendo tras la ventana, sin saber nada, apartados de toda realidad. ¿Qué sabrán ellos de las leyendas que han inspirado, sobre su origen, sobre los sentimientos que hacen que germinen tras corazones de piedra?

Harta de ser pura audiencia. Abro la ventana. Cierro los ojos. Inspiradme, queridos míos, manejad mis manos al son de vuestra imparable caída, de vuestro destino fijado. Extiendo los brazos hacia atrás; me dejo llevar, mientras algunos de estos amigos se cuelan con el impulso del aire. Bienvenidos.

lunes, 23 de enero de 2012

Reencuentros

(La historia de Amaia comienza aquí)

La cobardía se abrió paso a través de las muñecas de Amaia, abordando el cuello e impidiéndole pensar, por ello, asustada, aparentó no oír las primeras palabras de aquel chico, que parecía llamarse Daniel, en meses y huyó despavorida. Pensó en abandonarlo. “No se acordará de mí. No sabe quién soy,  ni que lo salvé de una muerte casi segura. Mejor no involucrarme en su vida. Exacto. Ahora abriré la puerta y me…” Pero no lo hizo. De repente, todos sus impulsos cobardes se evaporaron, como si nunca hubieran existido. Pensó en volver. “Pero, ¿y si nunca encontraran a ningún familiar o conocido? ¿Y si se acordara de mí? Podría intentar hablar con él, quizás no recordara nada.” A pesar de haberle salvado la vida, Amaia sólo sabía de él su nombre, ahora que había despertado. Cada día que volvía a la habitación 355 se preguntaba qué le atraía de él, porque estaba claro que existía una conexión, una fina cuerda que no estaba dispuesta a cortar de ningún modo. Tenía que regresar. Decidido.
Repasó sus pasos hacia el umbral de la puerta de nuevo, cuando algo le hizo parar en seco. ¿Otra vez los sentimientos cobardes? “¡No!” Amaia comenzó a dar vueltas en círculo, para aquí, para allá, mientras buscaba entre los mechones rojizos, inútilmente, respuestas. Sus manos comenzaron a sudar, como siempre que tiene que hacer una elección complicada, enrevesada. “¿Qué debería…?”

- ¿Hola?

A pesar de que Amaia no quería ni pensarlo, pero Daniel había estado observando cada uno de los movimientos indecisos que realizaba, como una niña de cinco años que había perdido a sus padres en un centro comercial. Sin embargo, esta vez, no era ella la que se acomodaba junto a la camilla del enfermo, ni a la que él llamaba sino otra muchacha que parecía estar inclinada hacia él, mientras éste último rehuía de tales mimos. Amaia aguardó paciente, cual cazador ante una presa difícil, tras el umbral de la habitación. 


(Tras meses y meses de ausencia, vuelvo, oh sí. Siento mucho haber estado tan desaparecida. Da gusto volver aquí :D)