martes, 17 de mayo de 2011

Últimos susurros.

Hacía unos segundos que Amaia había abandonado aquel banco donde recogió por un momento sus pesares y lágrimas, y ya había comenzado a nevar. ¿Sería su abuela desde otros parajes, viéndola llorar? La verdad, ella nunca había dado crédito a ese espacio místico y a un dios que no para de reafirmar su teoría sobre su inexistencia. La nieve, como la lluvia, alegraba los días negros de Amaia, como aquel día.

La nieve se posó por unos instantes sobre los tejados de las afueras de la Valencia, deshaciéndose con los rayos de sol que lograban atravesar las gruesas nubes contenidas de lluvias torrenciales. Amaia caminó donde sus pies le guiaban, sin apartar los ojos de las pisadas que dejaba tras de sí, preguntándose cuánto tardarían en borrarse; como si nunca hubiera pasado por aquella calle. Sin embargo, algo o alguien llamó su atención, levantando la vista por primera vez en varias horas. Era un chico sollozando débilmente recostado sobre una pared resquebrajada, llena de lo que parecía ser un intento de blanca pintura. Amaia se acercó guiándose por aquellos llantos penosos que salían sin ganas de los labios agrietados del chico; apestaba a alcohol. Otro chico como otros muchos que buscaban consuelo junto a la barra de un bar y, finalmente, encontraban a duras penas una salida que les llevaba hacia más dolor inevitable. No sabía si acercarse más o alejarse de allí sin tornar la vista atrás; quizás sólo fuera un chico que aún no había crecido, ni nunca lo haría. Un niño que sólo ansiaba la pena.

Cuando se disponía a incorporarse, vio, sin embargo, un hilillo rojizo que bajaba desde su cuello hasta perderse más allá de su cintura, fraccionándose aún más, alcanzado la nieve amontonada tras él, en fastuoso contraste. Era sangre.

- A... Ayúdame -rogaron los labios de aquel chico, que habían logrado articular una sola palabra, sin levantar la vista del suelo-

Su cabeza rodó débilmente hasta quedar inerte a su derecha, mientras la nieve continuaba, impávida, cayendo sobre sus últimas suspiros.

domingo, 1 de mayo de 2011

Como un volcán latente

Era invierno. De los más fríos en años. Amaia había dejado atrás todos esos llantos, cumplidos sin sentido y caras derrotadas por el cansancio. Ni siquiera se había despedido, simplemente sintió que no podía soportarlo más. Esta vez, las lágrimas que se habían contenido en esas bolsas grisáceas bajo sus ojos soñolientos huyeron, calentando su mejilla sonrosada en su trayecto hasta llegar a la barbilla cuan barranco inevitable. Les prohibió terminantemente que salieran de sus ojos, incluso cuando vio cómo su padre y otros hombres más que no pudo reconocer, llevaban a hombros el ataúd de su abuela. Ese cuerpo inválido, desgastado tras tantos años de trabajo había dejado de latir. La furia que le corroía se concentró en sus puños, apretados hasta el punto de volverse morados. Su corazón parece gritar desconcertado a punto de erupción, como un volcán latente.

Sus zapatos toqueteaban la hierba de aquel cementerio, donde muchos otros cuerpos ya sin dueño descansaban, al fin. Quería, necesitaba salir de ese lugar tan desolador. Pero sus mejillas no paraban de mojarse. El camino parecía eterno. Las facciones de su abuela no paraban de recomponerse en su cabeza; pedazo por pedazo, arruga por arruga. Por más que intentó arrancarse esa idea de la cabeza, no pudo. Se sentía impotente. Nada de lo que ella pudiera hacer valdría para algo. Nada. Cuando estuvo fuera de la vista de sus padres, se arrinconó en un banco, bien atrapadas sus rodillas y explotó.

La voz de su abuela se coló entre los llantos que no parecían querer parar, narrando aquella historia que Amaia ya conocía de memoria: el cuento de la golondrina Martina. Aún con casi diecisiete años, le encantaba oírla una y otra vez, disfrutando con cada frase y esperando con impaciencia la siguiente. La golondrina Martina era, quizás, la más conocida porque lograba apartar las desesperanzas del mundo.

Por un segundo, Amaia sonrió y comenzó a nevar.