La nieve se posó por unos instantes sobre los tejados de las afueras de la Valencia, deshaciéndose con los rayos de sol que lograban atravesar las gruesas nubes contenidas de lluvias torrenciales. Amaia caminó donde sus pies le guiaban, sin apartar los ojos de las pisadas que dejaba tras de sí, preguntándose cuánto tardarían en borrarse; como si nunca hubiera pasado por aquella calle. Sin embargo, algo o alguien llamó su atención, levantando la vista por primera vez en varias horas. Era un chico sollozando débilmente recostado sobre una pared resquebrajada, llena de lo que parecía ser un intento de blanca pintura. Amaia se acercó guiándose por aquellos llantos penosos que salían sin ganas de los labios agrietados del chico; apestaba a alcohol. Otro chico como otros muchos que buscaban consuelo junto a la barra de un bar y, finalmente, encontraban a duras penas una salida que les llevaba hacia más dolor inevitable. No sabía si acercarse más o alejarse de allí sin tornar la vista atrás; quizás sólo fuera un chico que aún no había crecido, ni nunca lo haría. Un niño que sólo ansiaba la pena.
Cuando se disponía a incorporarse, vio, sin embargo, un hilillo rojizo que bajaba desde su cuello hasta perderse más allá de su cintura, fraccionándose aún más, alcanzado la nieve amontonada tras él, en fastuoso contraste. Era sangre.
- A... Ayúdame -rogaron los labios de aquel chico, que habían logrado articular una sola palabra, sin levantar la vista del suelo-
Su cabeza rodó débilmente hasta quedar inerte a su derecha, mientras la nieve continuaba, impávida, cayendo sobre sus últimas suspiros.