sábado, 23 de abril de 2011

Génesis

Hace unos años, quizá incluso diez porque sus recuerdos no eran nítidos ni se encuadraban en ningún momento en concreto, ella vagaba por las calles sinuosas perdida entre las palabras que afloraban en su pensamiento y algunas que otras notas de piano. Parecía contemplar el cielo como si fuera la primera vez, aquel lienzo coloreado con tonos azules y otros grises, unas lágrimas que emborronan ese desgastado papel como nubes, y unas palomas que punteaban ese día nublado. El aire no dejaba oírse, ni siquiera sus susurros característicos que acarician los oídos, narrando historias fantásticas y cuentos que erizan los cabellos de la nuca. Una mujer ataviada con un abrigo que le caía en línea recta hasta cubrir más allá de las rodillas cruzó una mirada con ella, unos párpados apenados. Parecía inquieta por algún problema sentimental por cómo el rímel se descomponía entre sus facciones cansadas de noches en vela. Ella lo veía todo; nada lo pasaba por alto. Le gustaba imaginar hacia dónde se dirigía esa y aquella persona, qué le gustaba comer y en qué pensaba antes de irse a dormir.

Gustaba de la lluvia fina y débil y cómo acariciaba sus poros hambrientos; admirar el vapor que escapaba de su piel blanquecina tras un tibio baño con olor a vainilla; apostar a las carreras de gotas que trotaban como una exhalación hasta desaparecer en el bañado alféizar; dejarse caer sobre sus almohadones bien mullidos y mirar hacia el techo, tarareando melodías extrañas que surgían de entre sus cabellos. Sonreía por y ante todo. Era capaz de asombrarse por cada ocaso o por la rapidez con que la luz llegaba a su lámpara y alumbraba sus páginas.

Pero, como ya he dicho antes, su mayor pasatiempo era inventar historias, narrar fantasías y relatar cuentos de niños. Por la noche, se escondía bajo las mantas, con el aire invernal tropezando en su ventana, encendía su lamparilla de noche y escribía. Rehuía de escribir sus propios sentimientos, pensaba que carecían de utilidad o  fascinación. Lo que no sabía Amaia es que, mientras ella vagabundeaba entre las calles de Valencia, alguien que ella desconocía por completo, escribiría su propia historia.

PD: Gracias, gracias y gracias a todos los que me seguís. Cada vez que me encuentro con alguien nuevo que ha tropezado con este blog y ha dejado su huellita... ¡Me alegra el día! Gracias (:


(Por cierto, esto... continuará)

sábado, 9 de abril de 2011

Sabía apreciar los ínfimos placeres.

Os voy a contar una historia tierna y triste. Es la historia de una mujer que nadie conocía de verdad, que nadie se ocupaba de conocer. Por la que nadie preguntaba si un día no llegaba. Una mujer que pasaba desapercibida entre las odiosas multitudes de personas charlatanas y ansiosas de más poder entre el resto de mortales. Una mujer que sentía cómo pasaba el tiempo entre sus blanquecinos dedos de porcelana, cómo los demás parecían ir más deprisa, a cámara rápida, mientras ella mantenía bien apretado el botón de pausa. Una mujer que en ocasiones, decían, gustaba de pasear sola bajo la mortecina y débil lluvia sin más compañía que una sonata de piano resonando en sus tímpanos. Y así, corriendo las gotas por sus sonrosadas mejillas, decía sentirse feliz. Una mujer que no quería escuchar lo que las ociosas bocas tenían que decir sobre Ella y su forma de ver la vida, siempre recogida entre cortinas bordadas. Incluso, se oyó que ella desayunaba mermelada de fresas con alegría y superación, porque, aunque fuera diferente, aunque no necesitara tener a nadie más, aunque todos la creían un bicho raro, era feliz con aquellos ínfimos placeres que la vida es capaz de darnos. Ella sabía apreciarlos.

Es más, se enamoró. Y sus días parecían pasar más lentos hasta su necesaria visita rutinaria, la de su amor y vida. Se lo daban todo. Al fin Ella tenía a alguien más que sus compañeras las gotas de lluvia, y no le molestaba esa compañía. La cambió por completo, no se sentía mal entre sus brazos ni arropada entre sus besos. Añoraba despertar entre su respiración alborotada y sus manos que pedían más y más caricias. Todo parecía perfecto. Ella se dejaba llevar por ese risueño sentimiento, pero cruel al mismo tiempo.

Porque un día de muchos otros, al amanecer, tras una larga noche de caricias de terciopelo y besos de mazapán, él se fue.