domingo, 16 de enero de 2011

Un bonito cuento para creerse

Supongo que los días pasan y que no volverán. Quisiera atar esos días que parecían no tener fin, sólo abrazada a ti y disfrutando de esas frías noches de invierno, y guardarlos dentro de este cuaderno roído por los años. Todos los llantos que pedían escapar a gritos de su escondite, esas palabras únicas que me salvaban de una caída inminente. El amor que se olía incluso a través de las paredes, queriendo llegar a todas partes y a todos los olfatos. Nuestros cuerpos jóvenes buscando compañía entre sábanas desechas, junto con unas sonrisas que saludaban entre las comisuras de tus labios. Los abrazos que no te di y los besos que me guardé; quisiera tenerte a mi lado para regalártelos. Temo perder todo esto.

Inevitable. Ahora estoy tendida en una cama, vieja y arrugada como yo, vagando de habitación en habitación intentando recordar quién soy y no perderme entre los pasillos que, cada vez que despierto, se vuelven desconocidos para mí. Anoche vinieron a esta residencia unos hijos desconocidos que clamaban por mi reconocimiento. Pero no sé quién son; no recuerdo. Los acompaña un señor algo entrado en canas con unas gafas que indicaban su clara miopía. Me saluda, y al cruzarse nuestras miradas siento algo. ¿Qué es esto? No puede ser que a mi edad me pasen estos bichitos por mi tripa. Cuando me dejan sola de nuevo, me sumo en la lectura de un diario desgastado; mi único modo de recordar mi amor hacia él. Lloro ante él. Es una historia preciosa, no sé si es mía en realidad. Pero ante la clara falta de recuerdos, es un bonito cuento para creerse.